Capítulo 3
La mañana después de asistir al teatro, Charlotte salió a la calle bastante pronto y durante el resto de la jornada se mantuvo ocupada en quehaceres domésticos, ya que su sirvienta Gracie tenía la tarde libre. Por lo tanto, fue al día siguiente, una vez que Pitt ya sabía que Stafford había muerto envenenado con opio, cuando se entregó a la laboriosa tarea de preparar un sabroso pastel de fruta y tuvo la oportunidad de contar a Gracie lo que había ocurrido.
El primer paso consistía en preparar la fruta en sí. Había que enharinar las uvas pasas y las sultanas para impedir que se apelmazaran. Eso era lo que Charlotte hacía en el centro de la impoluta mesa de la cocina mientras Gracie retiraba todos los objetos del aparador, limpiaba las estanterías y los platos, y lustraba las cacerolas. Llevaba ya varios años al servicio de Charlotte y estaba a punto de cumplir los diecisiete, pero a pesar de todos los esfuerzos de Charlotte seguía pareciendo tan pequeña y desamparada como cuando llegó. Sin embargo, su comportamiento había sufrido una enorme transformación. Tenía más confianza en sí misma que cualquier otra sirvienta de la calle, con bastante probabilidad de medio Bloomsbury. No solo trabajaba para un detective, el mejor de toda la policía de Londres, sino que de hecho había ayudado en un caso. Había vivido aventuras y no aceptaba una respuesta impertinente de ningún recadero o tendero, fueran quienes fuesen.
Se había encaramado al aparador a riesgo de perder la vida, un paño húmedo en una mano y una sopera de porcelana en la otra, el rostro concentrado mientras se giraba lentamente y depositaba en la mesa la sopera antes de limpiar el estante superior, primero con un lado del trapo, luego con el otro, contemplar la suciedad satisfecha y volver a pasarlo una vez más.
Charlotte estaba inclinada sobre la fruta, y sus dedos exploraban los compactos montoncillos de pasas y los obligaban a separarse.
—¿Era buena la obra, señora? —se interesó Gracie con su peculiar acento desde su precaria posición.
—No lo sé —respondió Charlotte con franqueza—. Si te soy sincera, apenas me enteré. Pero el actor principal era muy atractivo. —Sonrió al decirlo, pensando en la vulnerabilidad de Caroline.
—¿Era muy apuesto? —preguntó Gracie con curiosidad—. ¿Era moreno y muy gallardo?
—No muy moreno. —Charlotte recordó el rostro en extremo personal y enigmático de Joshua Fielding—. Tampoco era exactamente apuesto, supongo, no al uso, pero sí encantador. Creo que es porque da la sensación de tener una gran capacidad para reír sin crueldad y para ser amable. Una imagina que sería capaz de entender toda clase de cosas.
—Suena muy bien —aprobó Gracie—. Me gustaría conocer a alguien así. ¿La protagonista era guapa? ¿Cómo era? ¿Toda cabellos dorados y ojazos?
—No, en absoluto —respondió Charlotte pensativa—. A decir verdad, debe de ser la mujer inglesa más morena que he visto en la vida, pero podría hacerte sentir que es la más hermosa del mundo si así lo quisiera. Realmente tenía presencia. Todos los demás parecían pálidos y desvaídos a su lado. Parecía arder por dentro, como si los demás solo estuvieran medio vivos, pero no de forma ostentosa, no sé si me explico.
—No, señora —admitió Gracie—. ¿Oste qué?
—Oh… de forma llamativa.
—Oh. —Gracie bajó del aparador, las faldas y el delantal arracimados, y fue a lavar el trapo bajo el grifo—. No puedo imaginar a una mujer así… pero me gustaría. Suena muy emocionante. —Escurrió el trapo con sus manos pequeñas, delgadas, muy fuertes, y volvió a encaramarse al mueble—. Entonces ¿por qué no disfrutó de la obra, señora?
—Porque se produjo un asesinato en el palco contiguo —contestó Charlotte añadiendo más harina a las pasas sultanas.
Gracie interrumpió su tarea, una mano en el estante superior, la otra sosteniendo una salsera. Se giró despacio, con su afilado rostro rebosante de agitación.
—¿Un asesinato? ¿De veras? ¿Me está tomando el pelo, señora?
—Oh, no —aseguró Charlotte muy seria—. En absoluto. Mataron a un juez muy eminente. A decir verdad he exagerado un poco, no fue en el palco contiguo, sino unos cuatro palcos más allá. Lo envenenaron.
Gracie torció el gesto. Su mente siempre práctica.
—¿Cómo es posible envenenar a alguien en un teatro? Quiero decir a propósito; una vez comí unas anguilas que me sentaron mal, pero no fue nada intencionado, vaya.
—En su petaca de whisky —explicó Charlotte deshaciendo el último montón de sultanas y echándolas todas en el colador para lavarlas bajo el grifo y eliminar el polvillo antes de buscar algún rabo suelto.
—Qué lástima, pobre hombre. —Gracie reanudó la limpieza de los estantes—. ¿Fue terrible?
Charlotte llevó el colador al fregadero.
—No, en realidad no. Entró en una especie de coma. —Abrió el grifo y dejó que el agua cayera sobre la fruta—. Me daba más pena su esposa; pobre criatura.
—¿No sería ella quien lo hizo? —preguntó Gracie, dubitativa.
—No lo sé. Él era juez del tribunal de apelación y había empezado a investigar un caso de hace algunos años, un asesinato espantoso. El hombre al que ahorcaron por él era el hermano de la actriz de la que te he hablado.
—¡Caramba! —Ahora Gracie estaba totalmente absorta. Colocó la salsera en el estante equivocado, sin su plato—. ¡Caramba! —repitió mientras metía el trapo en el bolsillo del delantal. Permaneció inmóvil en el aparador, con la cabeza casi rozando la rejilla de ventilación justo por debajo del techo—. ¿Era un caso en el que estuviera trabajando el señor?
—No, entonces no. —Charlotte cerró el grifo y llevó la fruta a la mesa de la cocina, la volcó sobre un paño fino, la secó con delicadeza y a continuación se puso a buscar rabitos—. Pero lo será ahora, supongo.
—Entonces ¿por qué mataron al juez? —De repente Gracie estaba desconcertada—. Si iba a estudiar el caso de nuevo… ¿no es eso lo que ella querría? ¡Oh! ¡Por supuesto! Quiere decir que a quien cometió realmente el asesinato le asustaba que él averiguara quién había sido. Caramba, podría ser cualquiera, ¿no? ¿Fue muy horrible?
—Sí, mucho. Demasiado horrible para contártelo. Tendrías pesadillas.
—Lo dudo —aseguró Gracie alegremente—. No será peor de lo que ya he oído.
—Posiblemente no —convino Charlotte con tristeza—. Fue el asesinato de Farrier’s Lane.
—Nunca he oído hablar de él. —Gracie parecía decepcionada.
—Es normal —repuso Charlotte—. Ocurrió hace cinco años. Tú solo tenías doce.
—Eso fue antes de que aprendiera a leer —comentó Gracie con notable orgullo. Leer era todo un logro que la situaba muy por encima de sus coetáneas y de las que antes fueran sus iguales sociales. Charlotte había empleado en enseñarla un tiempo que ambas deberían haber dedicado a los quehaceres domésticos, pero la recompensa había sido inmensa, aun cuando estaba segura de que gran parte de lo que Gracie leía eran noveluchas.
—¿Va a investigarlo el señor? —Gracie interrumpió sus pensamientos—. Actrices y jueces. Se está haciendo cada vez más importante, ¿no?
—Sí —dijo Charlotte con una sonrisa. Gracie estaba tan orgullosa de Pitt que su rostro resplandecía cuando mencionaba su nombre. Más de una vez Charlotte la había oído por casualidad hablar con los tenderos y decirles para quién trabajaba, de quién era esa casa y que más valía que se cuidaran de no meter la pata y le dieran solo lo mejor.
Gracie empezó a limpiar los estantes inferiores del aparador y a colocar de nuevo los platos y las cacerolas. Se detuvo dos veces para alzarse las faldas. Era tan baja que siempre le quedaban demasiado largas y estas no las había metido lo suficiente. Charlotte repartió la fruta sobre una bandeja que introdujo en el horno, precalentado a fuego medio para evitar que la temperatura fuera excesiva.
—Por supuesto que puede haber sido su esposa —afirmó Charlotte, volviendo al asesinato de Stafford—. O el amante de su esposa. —Fue a la despensa y sacó la mantequilla para desalarla, a continuación envolverla en un paño de muselina y escurrir toda el agua o el suero que pudiera tener.
Gracie vaciló por un instante, pensando si Charlotte se refería al primer asesinato, el de Farrier’s Lane, o a la muerte acaecida dos noches atrás en el teatro. Eligió bien.
—Oh. —Estaba decepcionada. Parecía demasiado sencillo, inadecuado para poner a prueba las habilidades de Pitt. No ofrecía aventura alguna y, con toda seguridad, nada en lo que ella misma pudiese ayudar. Tragó saliva—. Pensé que estaba un poco preocupada, señora. Supongo que me equivoqué.
Charlotte sintió una punzada de culpabilidad. Era presa de un considerable nerviosismo, por si tenía algo que ver con Joshua Fielding. Si se trataba del caso Blaine/Godman, él estaba implicado y ello disgustaría a Caroline, tanto más cuanto que lo había conocido.
—No me gustaría que fuera el actor —explicó—. Mi madre lo encontraba en extremo encantador y cuando lo conoció… —Su voz se fue apagando. ¿Cómo iba a explicar a la criada que su madre estaba enamorada de un actor al menos trece o catorce años menor que ella? Naturalmente, solo se trataba de un sentimiento superficial, pero aun así capaz de causar dolor.
—Oh, entiendo —aseguró Gracie con tono jovial. Sabía de los sentimientos que albergaban los caballeros por el Lirio de Jersey y algunas de las reinas de la revista—. Vaya, que si fuera un hombre iría a los camerinos. —Comenzó a tamizar la harina para eliminar los grumos. La ralladura de la naranja y de la nuez moscada se la dejaría a Charlotte. La tarea requería buen juicio—. Bueno, quizá no fue él.
—No creo que fuera la esposa del juez —dijo Charlotte pausadamente.
—¿Qué va a hacer al respecto, señora? —preguntó Gracie sin asomo de duda, sin que se le pasara por la cabeza la posibilidad de que Charlotte no hiciera nada.
Esta se quedó pensando unos minutos, analizando los retazos que había reunido en el teatro y lo poco que Pitt le había contado. ¿Por qué no creía que fuera Juniper? Por otro lado, ¿tenía algún valor su opinión? Ya se había equivocado antes varias veces.
Gracie tamizó la harina una segunda vez.
—Supongo que deberíamos resolver el asesinato de Farrier’s Lane —dijo al cabo Charlotte, con tono vehemente.
Gracie no cuestionó ni por un instante la capacidad de su señora para llevar a cabo tal empresa. Su lealtad era absoluta.
—Buena idea —aprobó—. Así no podrían decir que fue él. ¿Qué pasó?
Charlotte refirió los hechos de forma breve y no del todo precisa.
—Un joven caballero casado estaba cortejando a la actriz Tamar Macaulay. Tras una representación alguien lo siguió y lo asesinó en Farrier’s Lane claveteándolo en una puerta, como una crucifixión. Acusaron al hermano de la actriz, ya que pensaba que el joven caballero estaba engañando a su hermana. Lo ahorcaron, pero ella siempre ha creído que era inocente.
Gracie estaba demasiado interesada para procurarse otra tarea. Tamizó la harina una vez más, con los ojos como platos y sin apartar la vista del rostro de Charlotte.
—¿Y quién cree ella que lo hizo?
—No lo sé —admitió Charlotte con sorpresa—. No sé si alguien se lo ha preguntado.
—¿Cree ella que fue este…? ¿Cómo se llama?
—¿Joshua Fielding? No, no, son grandes amigos.
—Entonces apuesto a que no lo hizo —aseguró Gracie con firmeza—. Tenemos que demostrarles que es inocente, señora.
Charlotte oyó el «tenemos» y sonrió para sus adentros, si bien no dijo nada.
—Buena idea. Tendré que pensar por dónde empezar.
—Bueno, la señora Radley no podrá ayudarnos esta vez —dijo Gracie pensativa—. Teniendo en cuenta que está en el campo.
Era cierto. Emily, hermana de Charlotte y compañera habitual en semejantes andanzas, se encontraba en la última etapa de su segundo embarazo, y ella y su esposo, Jack, se habían tomado unas vacaciones en el sudoeste del país, alejados del bullicio social de Londres, hasta que se produjera el alumbramiento. Charlotte recibía cartas suyas con regularidad y las respondía con menos frecuencia. Emily disponía de mucho más tiempo y las horas se le hacían eternas. Medios tenía más que de sobra, heredados de su primer esposo, mientras que a Charlotte la mantenían ocupada los numerosos quehaceres domésticos y el cuidado de sus dos hijos. Ni que decir tiene que contaba con la ayuda de Gracie en todo momento y de una mujer que se encargaba de hacer una limpieza a fondo tres días por semana, y la ropa blanca la enviaba fuera; pero Emily tenía a su servicio un equipo de al menos veinte criados, dentro y fuera de la casa.
—Bien —prosiguió Gracie alegremente—, en vista de que ella no puede, quizá a su madre le apetezca. Vamos, que al estar enamorada le interesará, ¿no?
Charlotte intentó ser diplomática, algo para lo cual no estaba dotada de un talento natural.
—No lo creo. Ella no lo aprueba, ¿sabes?
—¡Pero si él le gusta! —Gracie estaba desconcertada.
—¿Quieres pasarme la fruta y abrir el tiro del horno? —pidió Charlotte, que por fin comenzó a mezclar los ingredientes en el gran cuenco de barro amarillo.
Gracie obedeció, prescindiendo del paño para abrir el horno y utilizando el delantal, como de costumbre.
Trabajaron diligentemente durante un cuarto de hora, hasta que la masa estuvo distribuida en moldes y comenzó a hornearse. Gracie puso el hervidor al fuego y se disponían a preparar el té cuando sonó la campanilla de la puerta principal.
—Si el chico de las verduras ha vuelto a venir por la puerta principal —dijo Gracie con aspereza—, le daré un recibimiento que no olvidará en su vida. —Y diciendo eso se ciñó mejor el delantal, se atusó el cabello y salió correteando por el pasillo.
Regresó en menos de un minuto.
—Es su madre. La señora Ellison, quiero decir.
Lo cierto es que Caroline estaba justo detrás de ella, ataviada con una chaqueta con delicadas aguas verdes y piel en el cuello, una bonita falda elegantemente drapeada y un glorioso sombrero ladeado sobre la ceja izquierda y lleno de plumas. Había rubor en sus mejillas, ansiedad en sus ojos. Pareció no reparar en el viejo vestido de paño azul de Charlotte, con las mangas arremangadas y un delantal blanco que ocultaba la parte delantera. Asimismo pasó por alto la cocina, el fregadero repleto de cuencos y cucharas e incluso el delicioso olor que salía del horno.
—¡Mamá! —Charlotte la recibió con placer y sorpresa—. ¡Estás estupenda! ¿Cómo te encuentras? ¿Qué te trae por aquí a estas horas?
—Oh… —Caroline hizo un gesto de indiferencia con una mano enfundada en un guante—. Ah… bueno… —Entonces la preocupación se adueñó de su rostro y cejó en el esfuerzo—. Me preguntaba… —Se interrumpió de nuevo.
Sin que nadie se lo dijera, Gracie echó mano del bote del té y empezó a sacar las tazas.
Charlotte aguardó. Por el modo en que Caroline buscaba las palabras supo que no tenía nada que ver con Emily. Si se hubiese tratado de una enfermedad o un problema familiar de cualquier clase, se habría mostrado preocupada, mas no sin palabras.
—¿Estás bien después de la tragedia del teatro? —empezó Caroline de nuevo. Esta vez miró a Charlotte, pero su rostro no reflejaba concentración. Parecía estar mirando a través de ella, a algo imaginario.
—Sí, gracias —contestó Charlotte con cautela—. ¿Y tú?
—Por supuesto. Quiero decir… bueno… fue de lo más angustioso, naturalmente. —Por fin Caroline se sentó en una de las sillas de madera.
Gracie colocó la tetera humeante y dos tazas en una bandeja y la llevó a la mesa junto con leche y azúcar.
—Disculpe, señora —dijo con tacto—, pero, con su permiso, será mejor que vaya a cambiar la ropa de las camas.
—Sí, por supuesto —repuso Charlotte con gratitud—. Buena idea.
Tan pronto como Gracie se hubo marchado, Caroline volvió a arrugar la frente y miró a Charlotte, con expresión ceñuda mientras servía el té.
—¿Sabe ya Thomas si… —tanteó— si al pobre hombre lo asesinaron?
—Sí —respondió Charlotte, que al fin presintió lo que tanto alteraba a su madre—. Me temo que sí. Lo envenenaron vertiendo opio en la petaca, tal como temía el juez Livesey. Siento que te vieras envuelta en eso, mamá, aunque fuera indirectamente. En el teatro había mucha gente de lo más respetable. No hay que temer que alguien vaya a pensar mal de ti.
—Oh, no tengo miedo —afirmó Caroline con auténtica sorpresa—. Me… —Bajó la vista y un sutil rubor tiñó sus mejillas—. Me preocupaba que se sospechara del señor Fielding o de la señorita Macaulay. ¿Crees… crees que Thomas piensa que podrían ser culpables?
Charlotte no sabía qué responder. Por supuesto no solo era posible, sino probable, que Pitt sospechara de ambos, y no cabía duda de que sospecharía de Joshua Fielding, que, como quedaba patente, era lo que estaba pensando Caroline. Recordó el rostro irónico y encantador de Fielding, y se preguntó qué emociones ocultaba, hasta qué punto sería un buen actor. ¿Qué podrían esconder sus palabras sobre Aaron Godman? ¿Cuál era el motivo por el que el juez Stafford le había visitado el día en que murió?
Caroline la miraba de hito en hito, los ojos atentos, ansiosos.
Buscando dolorosamente en la memoria, Charlotte evocó los muchos sueños que había tejido en su juventud para hacer con ellos un manto con el que abrigar a su cuñado, Dominic Corde. Era tan fácil imaginar que una cara atractiva delataba pasión, sensibilidad, sueños parejos a los propios, y a continuación dotar a la persona de aptitudes que nunca había poseído o deseado poseer y, al hacerlo, no ver a la persona real…
¿Estaba Caroline haciendo lo mismo con un actor al que había visto portar los pensamientos de otros hombres con semejante talento que ya no era capaz de distinguir entre el mundo de la imaginación y el de la realidad?
—Sí. Me temo que tendrá que planteárselo —respondió—. Solo alguien a quien el señor Stafford viera ese día tuvo la oportunidad de echar veneno en la petaca, y si en efecto estaba investigando aquel asesinato, ahí tenemos una excelente razón por la cual alguien podría desear su muerte. ¿Cómo iba Thomas a pasarlo por alto?
—No puedo creer que lo hiciera él —susurró Caroline con fiereza y una fuerte determinación—. Ha de haber otra respuesta. —Alzó la vista al instante, sin asomo de indecisión o extrañeza—. ¿Qué podemos hacer para ayudar? ¿Qué podríamos averiguar? ¿A quién conocemos?
Charlotte quedó estupefacta. ¿Era Caroline consciente de que había hablado como si ella misma tuviera la intención de tomar parte? ¿Se trataba de un lapsus linguae?
—¿Nosotras? —Charlotte no pudo evitar sonreír.
Caroline se mordió el labio.
—Bueno… tú, supongo. No sé cómo… investigar…
Charlotte era incapaz de decir si su madre estaba intentando librarse de tomar parte o si buscaba una reafirmación de que, en efecto, podía ser útil. Parecía a un tiempo vulnerable y determinada. Había en ella vitalidad, una mezcla de temor y euforia de lo más extraña.
—¿Conoces a alguien? —insistió Caroline.
—No —se apresuró a responder Charlotte—. Yo nunca he conocido a nadie. La que conoce a gente es Emily. Pero podríamos intentar entablar relación con alguien, supongo.
—Tenemos que hacer algo —afirmó Caroline con vehemencia—. Si ahorcaron una vez a la persona equivocada y lo dejamos en sus manos, es posible que la policía se equivoque de nuevo. ¡Oh! ¡Lo siento! No me refería a Thomas. Por supuesto que será distinto con Thomas a cargo. No obstante Charlotte esbozó una amplia sonrisa y tomó su taza de té, que se estaba enfriando deprisa.
—Está bien, mamá. Será mejor que no digas nada más… no haces más que empeorarlo. Thomas no es infalible, él sería el primero en decírtelo. —Bebió un sorbo—. Y yo sería la primera en defenderlo hasta la muerte si fuera otro quien dijera eso. En realidad no sé mucho de ese caso, salvo lo que tú ya sabes. Al parecer fue absolutamente horrendo. ¿Lo recuerdas? Fue hace cinco años.
—De ninguna manera. Tu padre aún vivía y yo nunca leía los periódicos.
—Oh. Bien, supongo que no conocías a los Blaine o a alguien relacionado con ellos… y estoy absolutamente segura de que cuando papá aún vivía tú no conocías a nadie de la farándula.
Caroline se ruborizó y bebió a su vez un sorbo de té.
—Tampoco creo que la tía abuela Vespasia conozca a nadie —continuó Charlotte, intentando reprimir la risa—. Al menos no últimamente. A actores, me refiero.
Caroline enarcó las cejas, ajena por completo a la broma.
—¿Crees que lady Cumming-Gould conoce a algún actor? Oh, es poco probable. Es de muy buena familia.
—Lo sé —admitió Charlotte, que a duras penas guardaba la compostura—. Bueno, lo suficiente para no tener que preocuparse de lo que piensen los demás. Ella habría podido conocer a quien quisiera… discretamente, quizá. De todos modos no nos sirve de nada. Tiene ya más de ochenta años. Los actores a los que podría haber conocido no nos valen. Probablemente estén muertos. Sin embargo, es posible que conozca a alguien que conociera a Kingsley Blaine o que supiera de él. ¿Debería preguntarle?
—Oh, ¿lo harías? —inquirió Caroline con impaciencia—. ¿Lo harías? Por favor.
La perspectiva resultaba muy atractiva. Charlotte llevaba algún tiempo sin ver a la tía abuela Vespasia. Ni siquiera era tía de Charlotte, sino de Emily, por su primer esposo, pero tanto Charlotte como Emily se ocupaban de ella más que cualquier otro, salvo la familia más cercana, y con frecuencia incluso más que ésta.
—Sí —afirmó Charlotte con decisión—. Creo que sería una excelente idea. Lo dispondré todo para ir mañana.
—Oh… ¿crees que puede esperar? —Caroline parecía alicaída—. ¿No sería mejor que fueras hoy? Seguro que no será fácil. ¿No sería mejor que empezáramos cuanto antes?
Charlotte se miró el vestido de paño, luego se volvió hacia el horno.
—Gracie puede sacar los pasteles —propuso Caroline prestamente, percatándose al fin del cada vez más delicioso aroma—. Y en caso de que te retrases, estará aquí cuando vuelvan los niños de la escuela. O me quedaré yo esperando, si eso te tranquiliza. Puedes llevarte mi coche, está fuera. Eso sería excelente. Ahora ve arriba y ponte un vestido adecuado. ¡Venga!
Charlotte no esperó a oírlo dos veces. Si Caroline lo deseaba tanto y estaba dispuesta a quedarse allí, sería mezquino no satisfacer sus deseos.
—De acuerdo —repuso, y sin más dilación salió de la cocina y subió para ponerse un vestido adecuado e informar a Gracie del cambio de planes.
—¡Oh! —exclamó la sirvienta con evidente entusiasmo—. ¡Va a trabajar en el caso! Oh, señora… esperaba que lo hiciera. —Se limpió las manos en el delantal—. Si hay algo que yo pueda hacer…
—Ten la seguridad de que te lo diré —prometió Charlotte—. De todos modos te explicaré todo cuanto descubra, si es que descubro algo. Por el momento me voy a visitar a lady Vespasia Cumming-Gould, a ver si puedo contar con su ayuda.
Sabía que Gracie admiraba enormemente a la tía abuela Vespasia. En su día fue una de las mayores bellezas, poseedora de toda la dignidad y el encanto inconscientes de la seguridad absoluta, así como de un ingenio mordaz, y le desagradaban profundamente las convenciones. Gracie la había conocido una vez que visitó a Charlotte y se sentó en la cocina, fascinada con la parafernalia del día de la colada, que nunca había visto. Para Gracie era una criatura de dimensiones mágicas.
—Oh, señora, es una idea excelente —aplaudió Gracie, cuyo rostro resplandecía—. Seguro que la ayudará, si es que alguien puede.
Charlotte llegó a Gadstone Park una hora más tarde y fue recibida por la camarera de Vespasia, una chica que Pitt encontró en un hospicio en un caso anterior y que recomendó a la anciana. Por aquel entonces la muchacha parecía una sombra; ahora el color había vuelto a su piel y llevaba el cabello recogido en un brillante rodete. Estaba lo bastante al tanto de las preferencias de Vespasia para saber que Charlotte era bienvenida en todo momento. No la visitaba para tratar asuntos sociales triviales, sino solo si estaba en marcha alguna aventura urgente o si tenía alguna historia extremadamente interesante que contar.
Vespasia se hallaba sentada en su saloncito privado. No era una pieza de recibo para visitas, sino una estancia más pequeña, discretamente amueblada, inundada de luz y con tan solo tres sillas de brocado color crema y madera tallada. En el suelo, tumbada en una mancha de sol, descansaba una perrita blanca y negra de pelo corto y tupido. Parecía un perro de caza, un cruce entre lebrel y collie con quizá un toque de spaniel en la cara. Era muy inteligente, pero flaca, nacida para correr, y con manchas irregulares.
Tan pronto como entró Charlotte, empezó a mover su largo rabo y se acercó a Vespasia.
—Charlotte, querida, me alegro de verte —dijo Vespasia encantada—. No hagas caso de Willow, no muerde. Es tonta del bote. La perra de Martin se escapó y este es el resultado. Ni carne ni pescado. Y eso que esperaban tener una camada de buenos dálmatas. Dicen que la perra se ha echado a perder, lo cual no deja de ser una tontería. Pero no se puede convencer a la gente. —Acarició a la perrita con afecto—. Lo único que sabe hacer esta criatura es meterse en cada charco que Dios creó y dar saltos como un conejo.
Charlotte se inclino y besó a Vespasia en la mejilla.
—Bien, siéntate —ordenó la anciana—. Como has venido sin avisar y a una hora de lo más extraña, supongo que tendrás algo importante que decir. —Parecía esperanzada—. ¿Qué ha ocurrido? Nada trágico, lo veo en tu cara.
—Oh. —Charlotte se sentía avergonzada—. Bueno, lo es… para los implicados…
—¿Un caso? —Los ojos claros, casi plateados, de Vespasia brillaban bajo las cejas enarcadas—. Estás a punto de entrometerte y deseas mi ayuda. —Había una sonrisa en sus labios, pero no ignoraba que, por muy extraño que fuera o por muy a prueba que pusiera la inteligencia y el ingenio, un caso también significaba miedo, una pérdida para alguien y la tragedia mucho mayor de una vida truncada, privada de toda la felicidad que podría haber tenido. Después de que la casualidad forjara su amistad con Thomas Pitt había visto una cara oculta de la vida, una pobreza y una desesperación que nunca había percibido en su brillante círculo social, ni siquiera en las cruzadas políticas en las que tanto colaboraba. Había ampliado su propia capacidad de compasión, así como de ira.
Entre ellas no era preciso explicar nada de esto. Habían compartido demasiado para que hicieran falta palabras.
Charlotte se sentó y la perrita se acercó para olisquearla delicadamente moviendo el rabo. Ella le acarició la suave cabeza, distraída.
—El juez Stafford —comenzó—. Cuando menos hay algo…
—¿Algo? —Vespasia estaba perpleja—. Tú estás algo preocupada por su muerte, pobre hombre. En la necrología se explicaba que había muerto de repente en el teatro… viendo una pieza romántica, una obra un tanto trivial para ser el último compromiso terreno de tan distinguida lumbrera de la judicatura. Ahora que lo pienso, los comentarios omitían ostensiblemente la causa del fallecimiento.
—Desde luego —dijo Charlotte con sequedad—. Ingirió opio líquido con el whisky.
—Dios mío. —El rostro en extremo inteligente de Vespasia reflejaba una curiosa mezcla de emociones—. Supongo que no fue accidental o voluntario.
—No pudo haber sido accidental —repuso Charlotte—. ¿Qué clase de accidente sería? Pero admito que nadie ha hablado de suicidio.
—Nadie lo haría —aseguró Vespasia con tono tajante—. Se supone que las personas como Samuel Stafford no se quitan la vida. Es un delito, querida. Difícilmente podemos juzgar a nadie por hacerlo, claro está, pero es un delito muy grave contemplado en los códigos y todos sabemos que al suicida se lo entierra en terreno no consagrado y el castigo se le inflige en el otro mundo, al menos eso se cree. —De repente a su rostro asomaron, muy vivas, la ira y la compasión—. He conocido a infelices desesperadas que fueron rescatadas al borde de la muerte y reanimadas lo suficiente para ahorcarlas por ello. Dios nos perdone. ¿Existe alguna razón para pensar que Samuel Stafford pudiera haber hecho tal cosa?
Charlotte parpadeó y respiró hondo a fin de aplacar las emociones que bullían en su interior.
—No, en absoluto —respondió—. En cambio parece haber varias razones por las cuales algunas personas podrían haber deseado su muerte.
—¿De veras? ¿Quiénes? ¿Se trata de algo tan insoportablemente tedioso como el dinero?
—En absoluto. Se dice que su esposa tenía una aventura y que ella o su amante podrían haber deseado su muerte. Ambos tuvieron la oportunidad de echarle algo en la petaca ese día. Pero el asunto que me trae hasta aquí es mucho más sórdido.
Vespasia abrió los ojos como platos.
—¿Ah sí? Este ya me parece lo bastante sórdido. Pensé que ibas a preguntarme si conocía a la señora Stafford. No la conozco.
—No… ¿Conoce a alguien relacionado con Kingsley Blaine?
Vespasia reflexionó por un momento, plenamente concentrada.
—No; me temo que ese apellido, Blaine, no me dice nada —respondió al cabo con evidente decepción.
—¿Godman? —Charlotte hizo un último intento, aunque en realidad no abrigaba ninguna esperanza de que Vespasia conociera a Aaron Godman, salvo tras las candilejas.
Vespasia frunció el entrecejo mientras caía en la cuenta lentamente.
—Mi querida Charlotte, ¿no te referirás a aquel atroz asunto de Farrier’s Lane? ¿Qué demonios puede tener eso que ver con la muerte del juez Stafford en el teatro hace dos noches? Aquello acabó en el ochenta y cuatro.
—No, no acabó —afirmó Charlotte en voz baja—. Al menos puede que no haya acabado. Al parecer el señor Stafford estaba investigándolo de nuevo.
Vespasia arrugó la frente.
—¿Qué significa «al parecer»?
—Las opiniones difieren —explicó Charlotte—. Lo que resulta indiscutible es que el día en que murió recibió la visita de Tamar Macaulay, la hermana de Godman, y cuando ella se marchó el señor Stafford fue a ver a Adolphus Pryce, el fiscal del caso; al juez Livesey, otro de los jueces que se encargaron de la apelación junto con él, y a Devlin O'Neil y Joshua Fielding, dos de los sospechosos iniciales.
—¡Cielos! —Vespasia estaba absorta, de su rostro habían desaparecido la diversión y la duda—. Entonces ¿cuál es la pregunta?
—Si tenía la intención de volver a abrir el caso o simplemente de demostrar una vez más que el veredicto fue correcto.
—Entiendo. —Vespasia asintió con la cabeza—. Sí, me hago cargo de que eso podría suscitar numerosos interrogantes respecto a quién querría que dejara el asunto y, en caso de que no lo hiciera, lo cual parece obvio, precipitar su conclusión matándolo.
Charlotte tragó salida.
—El asunto se complica aún más, ya que mi madre ha conocido al señor Fielding y ha tomado partido por su causa.
—Entiendo. —Un tenue resplandor iluminó los ojos de Vespasia, si bien no hizo comentario alguno al respecto—. De modo que tú quieres… tomar parte. —Vaciló solo un instante antes de pronunciar las palabras. Se incorporó un tanto—. Lamento no conocer, ni tan siquiera de vista, a la señora Stafford, al juez Livesey o al señor Pryce. Sin duda no me resultaría difícil trabar amistad con el señor Fielding, pero ahora parecería superfluo. —Ni siquiera miró a Charlotte al decirlo, mas su benévolo regocijo era palpable—. Sin embargo, sí conozco al juez que llevó el primer juicio. —Se interrumpió, meditabunda—. El señor Thelonius Quade.
—¿Lo conoce? —Charlotte estaba demasiado satisfecha para percatarse de la inflexión de la voz de Vespasia y no se daría cuenta de su importancia hasta más tarde—. ¿Lo conoce lo bastante para ir a verlo? ¿Podría sacar el tema o… o sería… poco delicado?
A los labios de Vespasia asomó una sonrisa.
—Creo que podría hacerse con delicadeza —respondió—. ¿Estoy en lo cierto al concluir que el asunto corre cierta prisa?
—Oh, sí —respondió Charlotte—. Creo que sí está en lo cierto. Gracias, tía Vespasia.
La anciana sonrió, esta vez con verdadero afecto.
—No hay de qué, querida mía.
Uno no podía ir a ver a un juez sin más ni más y esperar que tuviera tiempo para complacer a una visita puramente social. En consecuencia, Vespasia escribió una breve nota:
Querido Thelonius:
Disculpa esta petición, un tanto brusca y quizá de dudoso gusto, de que me recibas esta tarde, mas nuestra amistad jamás ha estado regida por las convenciones, ni el pensamiento o la emoción se han visto nunca solapados por excusas educadas. Ha surgido un asunto que atañe a una muy querida amiga mía, una joven a quien considero de la familia, y creo que tú podrías ayudar con tus recuerdos, del dominio público mas no del mío.
A menos que me hagas saber la inconveniencia de dicha visita, iré a verte a Piccadilly esta tarde a las ocho.
Afectuosamente,
VESPASIA
La selló e hizo sonar la campanilla para que acudiera su lacayo. Cuando llegó, le dio la nota con instrucciones de llevarla de inmediato al despacho del juez Thelonius Quade, en Inner Temple, y aguardar la respuesta.
Regresó una hora más tarde con una nota que rezaba así:
Querida Vespasia:
Es un placer tener noticias tuyas de nuevo, sea cual fuere el motivo. Estaré en el juzgado todo el día, pero no tengo ningún compromiso importante esta noche, de modo que me complacerá verte, especialmente si tuvieras la bondad de cenar conmigo mientras me cuentas eso que tanto preocupa a tu amiga.
No te quepa la menor duda de que haré todo cuanto esté en mi mano para ayudar; será un honor para mí. ¿Cuento pues con tu presencia a las ocho? Siempre tuyo,
THELONIUS
Vespasia la dobló de nuevo y la introdujo en una de las gavetas de su buró. Aún no la pondría con las demás, de hacía casi veinte años. El espacio entre ellas había sido demasiado. Su mente se llenó de recuerdos, delicados, ya sin pesar. Aceptaría la invitación a cenar. Sería muy agradable disponer de tiempo para hablar de otras cosas también, para llevar la conversación lentamente, disfrutar de su compañía, de su ingenio, de la complejidad de sus pensamientos, de la sutileza de su juicio. Y reinaría el buen humor, siempre lo había habido, amén de la honestidad.
Se vistió con primor, no solo para ella misma, sino también para él. Hacía tiempo que no lucía algo para complacer a otra persona. Siempre le habían gustado los colores pálidos, los tonos sutiles. Escogió seda color marfil, lisa en la cadera y con un discreto y exquisito polisón, encaje en el cuello, y perlas, muchas perlas. Él siempre había preferido su lustre al brillo de los diamantes, que consideraba duro y ostentoso.
Se apeó de su carruaje a las ocho y cinco, lo bastante próxima a la hora para ser educada y, sin embargo, no tan puntual como para resultar vulgar. El mayordomo que abrió la puerta era un anciano. Su cabello blanco resplandecía a la luz del recibidor y sus hombros se veían más que cargados. La miró un instante antes de que el rostro se le iluminara con una sonrisa:
—Buenas noches, lady Cumming-Gould —saludó con manifiesto agrado. Los recuerdos afluían—. Es un placer verla. El señor Quade la espera, si tiene la bondad de seguirme. ¿Me permite su capa?
Thelonius Quade se había enamorado de ella hacía veinte años y, para ser francos, también ella lo había amado mucho más de lo que pretendía cuando comenzó su romance. A sus cuarenta y pocos años, él era un brillante abogado, enjuto y menudo, con un rostro de soñador ascético de atractivas facciones, casado con su profesión y con el amor por la justicia.
Ella tenía sesenta, aún conservaba la gran belleza que la hiciera famosa y estaba casada con un hombre al que tenía cariño, pero al que nunca había amado. Su esposo era mayor que ella, un hombre frío, con escaso sentido del humor, que por aquel entonces se estaba retirando de la vida a una vejez austera, en busca de un confort físico cada vez mayor y de un menor contacto con la demás gente, a excepción de algunos amigos de igual parecer y de un gran número de conocidos con los que mantenía abultada correspondencia sobre la calamitosa situación del Imperio, la ruina de la sociedad y la decadencia de la religión.
Ahora, cuando estaba a punto de volver a ver a Thelonius Quade, se sentía ridículamente nerviosa. Todo era demasiado absurdo. Ella pasaba de los ochenta, era una anciana; el propio Thelonius debía de tener más de sesenta. Se había sentido perfectamente tranquila cuando le sugirió la idea a Charlotte, mas a medida que seguía al mayordomo por el familiar recibidor, el corazón le palpitaba atropelladamente y tenía las manos agarrotadas, y casi tropezó al pasar del suelo de parqué a la alfombra Aubusson del salón.
—Lady Vespasia Cumming-Gould —anunció el mayordomo abriéndole las puertas y dando un paso atrás.
Vespasia tragó saliva, alzó algo más la cabeza y entró.
Thelonius Quade se hallaba en pie junto a la chimenea, de cara a ella. Parecía más enjuto de lo que ella recordaba, y quizá más alto. Incluso el rostro era delgado, sus sensibles rasgos habían cobrado mayor relieve. Las marcas de la edad le habían otorgado un atractivo que bien merecería el apelativo de belleza, tal era la fortaleza de carácter que trascendía.
Sonrió nada más verla y cruzó la estancia despacio tendiéndole las manos con las palmas hacia arriba.
Sin pensarlo, ella posó sus manos en las de él, sonriendo a su vez.
Él no se acercó más sino que permaneció a cierta distancia, escudriñando su rostro y hallando en él lo que esperaba.
—Supongo que habrás cambiado —susurró. Ella había olvidado cuan bondadosa sonaba su voz, cuan clara—.Pero no lo veo… y tampoco deseo verlo.
—Tengo veinte años más, Thelonius —repuso ella con un leve movimiento de la cabeza.
—Ah, yo también, querida —dijo él con suavidad—. Y eso lo compensa. Vamos, acerquémonos al fuego. La noche es fría y sería precipitado empezar a cenar cuando no has hecho más que entrar. No es posible recuperar veinte años en un breve encuentro, de modo que no finjamos. —La condujo hasta la chimenea mientras hablaba—. Dime qué es eso que tanto te preocupa. No es preciso que juguemos a mantener una conversación trivial y andarnos con rodeos. Nunca lo hemos hecho. Y a menos que seas otra persona completamente distinta, no descansarás hasta que hayamos tratado ese asunto tan importante.
—¿Soy tan… directa? —preguntó Vespasia con una sonrisa triste.
—Sí —contestó él sin concesiones. Observó su rostro con atención. Ella no recordaba que los ojos de Thelonius fueran azules, ni tan perspicaces—. No pareces muy inquieta. ¿He de suponer que no se trata de ninguna desgracia?
Ella alzó un hombro con elegancia y las perlas de su pecho resplandecieron con la luz.
—Por el momento solo es interés, un interés que podría convertirse en preocupación. Tengo mucho cariño a la joven.
—Decías en tu nota que la considerabas parte de la familia. -—Se hallaba junto a la chimenea, de cara a ella. Vespasia también estaba de pie, había pasado sentada la mayor parte del día, y todo el trayecto hasta allí, y se sentía cómoda. A pesar de su edad, se mantenía recta, erguida, y era casi tan alta como él.
—Es la hermana de una sobrina, por afinidad.
—¿Detecto una duda, Vespasia… una evasiva?
—Eres demasiado rápido —respondió ella con sequedad, aunque sin rastro de irritación. Antes bien, resulta vagamente reconfortante que aún la conociera tan bien y que estuviera dispuesto a demostrarlo—. Sí, es de una familia muy morigerada y ha optado por horrorizarla casándose por debajo de sus posibilidades, a decir verdad muy por debajo de sus posibilidades: con un policía.
Él abrió los ojos como platos, mas no dijo nada.
—Al que también aprecio mucho —añadió Vespasia a la defensiva.
Él se abstuvo de hacer comentario alguno y se limitó a observarla.
—Ella… ella a menudo toma parte en los… casos de su esposo. —Ahora le resultaba difícil explicarlo de forma que no sonara de pésimo gusto—. En pos de la verdad —agregó con cautela, escudriñando su rostro sin saber lo que leía en él—. Es una mujer inteligente y singular.
—¿Y está… tomando parte en la actualidad? —inquirió Thelonius con tono divertido.
—Eso depende.
—¿De que?
—De si hay alguna manera de que conozca a alguno de los implicados en el asunto de modo que su intervención resulte productiva.
Quade parecía confuso.
—De veras, Thelonius —prosiguió ella al punto—. Investigar no es cuestión de pasearse luciendo un bombín, planteando preguntas impertinentes y anotando en una libreta lo que dice todo el mundo. La mejor investigación se efectúa observando a la gente cuando esta no se percata de que uno está interesado en ella o conoce el asunto mejor que ella misma… y, por supuesto, dejando caer un comentario aquí y allá que provoque una reacción en el culpable. —Se interrumpió al ver que él la miraba con sorpresa y creciente diversión.
—¿Vespasia?
—¿Y por qué no? —preguntó ella.
—¡Querida! Por nada, por nada —contestó Thelonius. Luego, cuando sonó el gong, la tomó del brazo y, cruzó con ella el arco que conducía al comedor.
La mesa de caoba había sido dispuesta para dos, la plata resplandeciente a la luz de las velas, crisantemos de color leonado de aroma intenso y terreo, servilletas blancas con el monograma a la vista.
Le retiró la silla antes de que lo hiciera el mayordomo y a continuación tomó asiento. Tácitamente el mayordomo comenzó a desempeñar sus funciones.
—¿Y cuál es el caso de esa amiga tuya? ¿Tiene nombre?
—Charlotte… Charlotte Pitt.
—¿Pitt? —Thelonius alzó las cejas y su rostro reflejó un profundo interés—. Hay un inspector de considerable talento llamado Thomas Pitt. ¿Por casualidad no será él esa persona por la que sientes tal estima?
—Sí, es él.
—Un hombre excelente, según tengo entendido. —Extendió la servilleta y se la colocó en el regazo—. Un hombre íntegro. ¿Cuál es ese asunto por el que se interesa su esposa? ¿Por qué crees que yo puedo saber algo?
El mayordomo le sirvió vino blanco a Thelonius. Este lo probó y, a continuación, se lo ofreció a Vespasia. Ella aceptó.
—Si es del dominio público —continuó—, con toda seguridad el inspector Pitt sabrá al menos tanto como yo. Y deduzco que él no desea que su esposa participe en el asunto.
—Por favor, Thelonius —lo reprobó Vespasia, divertida—. ¿Crees que pondría a Charlotte en contra de su esposo? ¡Pues claro que no! No… el asunto tiene unos cinco años y tu conocimiento será superior al de casi todo el mundo, ya que tú mismo tomaste parte en él.
—¿En qué? —Comenzó a comer la sopa, una delicada crema de verduras de invierno.
Ella respiró profundamente. No resultaba demasiado grato introducir un asunto tan desagradable en una velada tan placentera, pero ellos nunca se habían restringido a lo meramente placentero. Su relación se había fortalecido al compartir lo trágico y lo desagradable, así como lo atractivo.
—El asesinato Blaine/Godman… en Farrier’s Lane, en el ochenta y cuatro —dijo con seriedad. La ligereza se desvaneció—. Parece más que posible que la repentina muerte del juez Stafford hace dos noches en el teatro guarde relación con su interés por el caso.
El gesto de Thelonius se endureció, su expresión era de preocupación, y se quedó quieto, la cuchara en el aire.
—No sabía que siguiera interesado. ¿De qué modo?
—Bueno, las opiniones difieren a ese respecto —respondió ella, consciente del cambio operado en él: una lejana nota de desdicha. También se ensombreció el semblante de Vespasia, pero era demasiado tarde para retroceder. Thelonius la miraba con intensidad, a la espera—. La señora Stafford y el señor Pryce se encontraban presentes cuando el señor Stafford murió —prosiguió—. Ambos afirman que tenía la intención de volver a abrir el caso, aunque ninguno de ellos sabe con qué motivo. Por otra parte, el juez Livesey, que también se hallaba allí, está totalmente seguro de que pretendía demostrar de una vez por todas que el veredicto fue legítimo y correcto en todo punto, de forma que cesaran las conjeturas incluso por parte de la hermana del ahorcado, que estaba encabezando una cruzada para lavar el nombre de su hermano.
Los platos soperos fueron retirados y se sirvió la mousse de salmón.
—Lo que está fuera de toda duda —agregó Vespasia— es que el señor Stafford estaba interrogando de nuevo a muchos de quienes estuvieron implicados en un principio. El día en que murió, vio a Tamar Macaulay, Joshua Fielding, Devlin O'Neil y Adolphus Pryce, así como al juez Livesey.
—¿De veras? —preguntó Thelonius con calma, dejando el tenedor en el plato y haciendo caso omiso del salmón por un momento—. Pero supongo que murió antes de esclarecer el asunto.
—Así es… y parece… —Odiaba tener que decirlo—. Parece que murió envenenado. Opio, para ser exactos.
—De ahí el interés de tu inspector Pitt —dijo él con sequedad.
—En efecto. Pero el interés de Charlotte es más personal.
—¿Ah sí? —Thelonius tomó el tenedor de nuevo.
Ella sonrió.
—No sé cómo decir esto delicadamente, de modo que seré directa.
—¡Extraordinario! —exclamó él con el más benévolo de los sarcasmos. Se mostraba risueño, y ella recordó de nuevo lo mucho que lo había querido. Era uno de los pocos hombres que no solo estaba a su altura intelectualmente, sino que no se dejaba intimidar por su belleza o su reputación. Ojalá se hubieran conocido cuando… pero ella nunca había sido dada a las lamentaciones infructuosas, y no iba a empezar ahora.
—La madre de Charlotte ha tomado afecto al actor Joshua Fielding —aclaró con una sonrisa hermética—. A ella le preocupa que se sospeche de él, tanto por el asesinato de Farrier’s Lane como por el envenenamiento de Stafford.
Thelonius echó mano de su copa de vino.
—Lo veo poco probable —aseguró sin dejar de mirarla—, si eso es lo que deseas oírme decir. Creo que es muy posible que Livesey tenga razón; o bien la señora Stafford y el señor Pryce están equivocados en su interpretación de las observaciones de Stafford o bien se trata de algo peor.
Vespasia no tuvo que preguntarle a qué se refería, las posibilidades eran evidentes.
—¿Y si es Livesey el que se equivoca? —inquirió.
El rostro del juez se ensombreció. Vaciló unos instantes antes de responder.
Ella estuvo a punto de disculparse por haber sacado el tema, pero nunca antes habían evitado la verdad. Hacerlo ahora sería una especie de renuncia, cerrar una puerta que ella deseaba de todo corazón mantener abierta.
—Fue un caso extremadamente desagradable —afirmó Thelonius con lentitud escudriñando el rostro de su amiga—. Uno de los más angustiosos que he presidido. No se trata solo de que el crimen en sí fuera horripilante, un hombre claveteado a la puerta de unas caballerizas, una burla de la crucifixión de Cristo, sino del odio que engendró en el ciudadano de a pie. —En sus labios se dibujó una leve sonrisa de irónica indulgencia. —Es asombrosa la cantidad de gente que demuestra tener susceptibilidades religiosas cuando se da esa clase de afrenta, gente que no acostumbra poner los pies en una iglesia.
—Es más sencillo —repuso Vespasia con franqueza—, y a menudo emocionalmente más satisfactorio, sentirse ofendido en nombre de tu Dios que servirlo alterando tu estilo y tu forma de vida… y en un espacio reducido, no cabe duda de que resulta mucho más cómodo. Uno puede sentirse piadoso, parte de la comunidad, y exigir al mismo tiempo la cabeza de los pecadores. Cuesta mucho menos que entregar tiempo o dinero a los pobres.
Él terminó el salmón y le ofreció más vino.
—Te estás volviendo cínica, querida mía —comentó.
—Siempre lo he sido —dijo ella aceptando el vino— en lo que respecta a los que se proclaman piadosos. ¿De veras ese caso fue tan distinto de la mayoría?
—Sí. —Apartó el plato y, como una sombra, el mayordomo lo retiró—. Había una inequívoca cultura ajena a la que poder culpar —continuó Thelonius con tono grave, los ojos tristes y enojados—. Godman era judío y los sentimientos antisemitas resultantes fueron algunas de las manifestaciones del comportamiento humano más desagradables que haya visto nunca: pintadas antisemitas en las paredes, panfletos histéricos por todas partes, incluso gente arrojando piedras por las calles a quienes tomaba por judíos… ventanas rotas en las sinagogas, una incluso incendiada. El juicio se celebró con las emociones tan exaltadas que temí que escapara a mi control. —Palideció a medida que el recuerdo cobraba nitidez en su mente. Vespasia vio en sus ojos lo mucho que le dolía.
Se sirvió en silencio un cordero al que no prestaron la menor atención. El mayordomo llevó a la mesa vino tinto.
—Lo siento, Thelonius —dijo ella amablemente—. No habría revivido esa época por gusto.
—No se trata de ti, Vespasia. —Suspiró—. Parecen ser las circunstancias. Ignoro qué pudo averiguar Stafford. Quizá realmente haya nuevas pruebas. —Torció el gesto, medio divertido, medio resentido—. No puede ser nada relacionado con el modo en que se desarrolló el juicio. —Su sonrisa se tornó más íntima y apesadumbrada. —Por vez primera en mi vida me planteé pasar por alto deliberadamente algo incorrecto, algún punto que permitiera a un abogado diligente hallar motivos para solicitar la anulación del juicio, o al menos exigir un cambio de jurisdicción. Me avergoncé de mí mismo por pensarlo. —Sus ojos escrutaron la cara de la anciana en busca de una reacción, temeroso de que se avergonzara de él. Pero solo percibió un vivo interés—. Sin embargo, el odio era tan palpable en el ambiente… —prosiguió—. Temía que el hombre no tuviera un juicio justo en ese tribunal. Lo intenté, créeme, Vespasia, pasé muchas noches en vela por aquel entonces, dándole vueltas y más vueltas, pero nunca encontré ninguna palabra o acto concreto que pudiera cuestionar. —Bajó la vista por un instante, luego volvió a alzarla—. Pryce estuvo excelente, como siempre, y sin embargo nunca se excedió en sus obligaciones. Barton James, la defensa, actuó de forma adecuada. No presionó mucho, parecía creer en la culpabilidad de su cliente, pero dudo que hubiera podido encontrarse un abogado en toda Inglaterra que no lo creyera. Fue…
Casi parecía replegarse en sí mismo, y Vespasia era perfectamente consciente de que el recuerdo aún le causaba dolor. Pero no le interrumpió.
—Fue tan… precipitado —prosiguió Thelonius tomando la copa de vino y haciéndola girar por el pie. La luz atravesaba, brillante, el líquido rojo—. No se omitió nada, y sin embargo tenía la creciente sensación de que todo el mundo deseaba que Godman fuera declarado culpable lo antes posible, y ahorcado. La gente exigía un sacrificio por la atrocidad cometida, era como un animal hambriento merodeando tras las puertas de la sala. —Miró a su amiga de repente—. ¿Estoy siendo melodramático?
—Un poquito.
Él sonrió.
—Tú no estabas allí, de lo contrario sabrías lo que quiero decir. En el aire se palpaba una crudeza… una emoción que es peligrosa cuando se intenta hacer justicia. Me asustaba.
—Nunca antes te había oído decir tal cosa. —Estaba sorprendida. No se parecía al hombre que ella recordaba, se mostraba más vulnerable y, curiosamente, más fuerte a un tiempo.
Thelonius negó con la cabeza.
—Nunca la había sentido —reconoció. Su voz se volvió más queda aún, se llenó de sorpresa y dolor—. Vespasia, me planteé seriamente cometer yo mismo un acto imprudente que proporcionara motivos para que el caso pudiera juzgarse de nuevo en el tribunal de apelación, sin histeria, cuando las emociones se hubiesen calmado. —Suspiró—. Me torturé preguntándome si era irresponsable, arrogante, deshonesto. Y si me limitaba a dejar que prosiguiera, ¿acaso era un cobarde amante de la pompa y las apariencias de la ley más que de la justicia?
Si se hubiese tratado de otro hombre, Vespasia quizá se habría apresurado a negarlo, pero ello habría vulgarizado la conversación, habría marcado una distancia entre ellos que no deseaba. Sería lo correcto, lo obvio, mas no lo absolutamente verdadero. Él era un hombre de profunda integridad, pero su alma podía sentir tanto miedo y confusión como cualquier otra, y no era imposible que se hubiese equivocado, que hubiera sucumbido. Insinuarlo sería abandonarlo, dejarlo en cierto modo desesperadamente solo.
—¿Lograste llegar a una conclusión de la que estuvieras seguro?—preguntó en su lugar.
—Supongo que es una cuestión de fines y medios —respondió él con aire pensativo—. Sí… lo cierto es que es imposible separarlos. No existe ningún fin que no se vea afectado por los medios que se han utilizado para lograrlo. —La miraba á los ojos—. En efecto, me preguntaba si iba a invalidar intencionadamente un juicio porque estuviera envuelto en una pasión y una premura que personalmente no aprobaba. Entiéndeme, yo no creía que Aaron Godman fuera inocente, ni lo creo ahora. Tampoco creía que ninguna de las pruebas presentadas estuviera viciada o fuera falsa. Simplemente tenía la sensación de que la policía había actuado llevada más por la emoción que por la imparcialidad. —Se interrumpió por un instante, tal vez dudando de si debía continuar—. Tenía la absoluta seguridad de que a Godman le habían propinado una paliza mientras estuvo detenido —dijo por fin—. Presentaba magulladuras y laceraciones cuando compareció ante el tribunal, y las heridas eran demasiado recientes para haberse producido antes del arresto. Soplaban vientos de indignación y urgencia que nada tenían que ver con la búsqueda de la verdad ni con su demostración. Sin embargo, Barton James no lo mencionó. Yo no podía perjudicar su defensa sacando a relucir la cuestión. No conocía la explicación, y sigo sin conocerla. Es una suposición mía.
—¿Una paliza? ¿Quién se la propinó, Thelonius?
—No lo sé. La policía o los carceleros, presumo, pero es posible que él mismo se infligiese las heridas, supongo.
—¿Y qué hay de la apelación? —preguntó ella.
Él comenzó a comer de nuevo.
—Se basaba en pruebas no del todo explicadas, algo relacionado con el examen médico del cuerpo. En un principio el doctor en cuestión, Humbert Yardley, afirmó que las heridas eran más profundas de las que corresponderían a los clavos de herrador que el fiscal aseguró se utilizaron no solo para clavarlo más tarde a la puerta de las caballerizas, sino en realidad para matarlo, con una perforación en un costado. Gracias a Dios, estaba muerto cuando lo crucificaron.
—¿Quieres decir que Godman podría haber utilizado alguna otra arma? —Vespasia estaba desconcertada—. ¿En qué medida afecta eso al veredicto? No lo entiendo.
—En Farrier’s Lane no se encontró ninguna otra arma, y tampoco en las inmediaciones —explicó él—. Además, la gente que lo vio salir del callejón con sangre en la ropa estaba completamente segura de que no llevaba ninguna consigo; tampoco cuando lo detuvieron, ni hallaron nada en su casa.
—¿No pudo haberse deshecho de ella?
—Por supuesto… pero no entre el patio de las caballerizas y el final del callejón donde fue visto la noche del crimen. El callejón se encontraba flanqueado por las paredes desnudas de los edificios. No había ningún lugar donde esconder nada en absoluto. Tampoco se encontró nada en el patio en sí.
—¿Qué dijeron al respecto los jueces del tribunal de apelación?
—Que Yardley no estaba seguro, y después, tras el examen, no negó que un largo clavo de herrador pudiera haber provocado la lesión fatal.
—¿Y eso fue todo? —Vespasia sentía curiosidad, preocupación.
—Eso creo —respondió él—. Lo solucionaron con rapidez y dictaminaron que el juicio era en todo punto correcto y que la sentencia era válida. —Se estremeció—. A Aaron Godman lo ahorcaron tres semanas y media después. Desde entonces su hermana ha estado intentando sacar a la luz el asunto de nuevo, sin éxito. Ha escrito a miembros del Parlamento, a los periódicos, ha publicado panfletos, ha hablado en reuniones e incluso desde el escenario. Todo ha sido en vano, a menos, claro está, que la señora Stafford esté en lo cierto y Samuel Stafford tuviera la intención de reabrir el caso antes de que la muerte se lo impidiera.
—No parece que hubiera motivo —murmuró ella. Alzó la vista y la posó en los serenos y claros ojos de Thelonius—. ¿Estás seguro de que era culpable?
—Siempre lo he pensado —contestó él—. No me gustó nada la forma en que se llevó a cabo la investigación, pero el juicio fue correcto y no creo que los jueces del tribunal de apelación pudieran haber fallado de otro modo. —Frunció el entrecejo—. No obstante, si Stafford averiguó algo desde la muerte de Godman hasta la suya propia, entonces es posible… no sé…
—Y si no fue Aaron Godman, entonces ¿quién mató a Blaine? —preguntó ella.
—No lo sé. ¿Joshua Fielding? ¿Devlin O'Neil? ¿O alguien a quien aún no conocemos? Quizá supiéramos más si averiguáramos quién mató a Samuel Stafford y por qué. Es un asunto extremadamente desagradable, toda respuesta es trágica.
—Las respuestas a un asesinato suelen serlo. Gracias por tu franqueza.
Thelonius se relajó por fin, aflojó los hombros, y la tensión y la duda se desvanecieron de su sonrisa.
—¿Creías que iba a andarme con rodeos contigo? No he cambiado tanto como para eso.
—No me habrías dicho nada que quisiera oír —aseguró ella, y supo de inmediato que no era cierto. Había otras cosas, pero eran indiscretas… ridículas.
—No me halagues, Vespasia —dijo secamente—. Eso es para los conocidos. Los amigos deben decir la verdad, o en el peor de los casos guardar silencio.
—¡Oh, por favor! ¿Cuándo he sido yo capaz de guardar silencio?
Él esbozó una sonrisa repentina, deslumbrante.
—Sobre determinado tema, siempre que quieres. Pero dime qué te ocupa en estos momentos… aparte de tu amiga, la señora Pitt. Sería imposible relatar todo lo que has hecho desde la última vez que hablamos con franqueza.
De modo que le habló de sus cruzadas para reformar las leyes de los pobres, la legislación sobre educación, sobre vivienda, del teatro y la ópera de que había disfrutado, y de algunas de las personas por las que más… o menos afecto sentía. La velada transcurría a medida que las nuevas actuales eran sustituidas por los recuerdos, volvían la risa y la tristeza, y no fue hasta pasada la medianoche cuando él la acompañó hasta su coche, retuvo sus manos en las suyas por un instante y se despidió de ella hasta la próxima vez… como ambos sabían, no por mucho tiempo.
Micah Drummond no podía dejar de pensar en el caso Blaine/Godman. Por supuesto era posible, muy posible, que a Samuel Stafford lo hubiera envenenado su esposa, o el amante de esta, si bien no parecía haber una necesidad que los impulsara a cometer un acto tan violento y peligroso. Si se conducían con discreción, y todo indicaba que así había sido, era de esperar que pudieran seguir viéndose de vez en cuando casi indefinidamente. No cabía pensar en el divorcio; era socialmente ruinoso. Pryce nunca podría casarse con una mujer divorciada y continuar ejerciendo la abogacía como hasta la fecha. La sociedad se escandalizaría. Stafford no solo era su amigo, era un juez de considerable prestigio. Pero una aventura era algo muy distinto, siempre y cuando no hicieran gala de ella. ¿Por qué iban a hacer algo tan desagradable —y peligroso— como asesinarlo? No era necesario. Juniper Stafford frisaba en los cincuenta. Difícilmente podía esperar casarse con Pryce y tener hijos. Los placeres de una vida doméstica juntos nunca habían sido una posibilidad, a menos que estuvieran preparados para renunciar a toda aceptación social y reducir su tren de vida hasta rozar la penuria, en comparación con su situación actual. Al menos Pryce nunca toleraría que ella hiciera tal cosa, aun cuando él estuviera dispuesto a hacerlo.
¿Era eso motivo suficiente para recurrir al asesinato?
Él sabía lo que era amar de tal modo a una mujer que esta se apoderara de todos los momentos íntimos; todo el placer se resumía en el recuerdo de ella, en el deseo de compartir; toda la soledad, todo el dolor no eran más que el reflejo de la separación. Sin embargo nunca, ni siquiera en los momentos más sombríos o lacerantes, había imaginado que la felicidad residiera en forzar la situación o en recurrir a la violencia física o emocional.
Si Juniper y Pryce se habían rebajado a vivir una aventura y engañar a Stafford, Micah Drummond despreciaba su debilidad y su duplicidad, mas también sentía una innegable compasión.
Se inclinaba a pensar que Livesey había malinterpretado las intenciones de Stafford de reabrir el caso Blaine/Godman o que Stafford lo había despistado intencionadamente, por el motivo que fuera. Había sido un caso más desagradable de lo habitual. Las emociones se habían disparado, habían superado los límites de la histeria. No le sorprendería enterarse de que parte de esa emoción había permanecido viva hasta ahora, aun cuando no pudiera sospechar siquiera quién había matado a Stafford o cuál era el fin a que ello obedecía.
Stafford no había dejado notas que indicaran las pruebas que estaba investigando, ni lo que creía que era la verdad, ni quiénes eran sospechosos, cuando menos, de haber mentido, por no hablar de haber asesinado a Kingsley Blaine.
La única forma de averiguarlo sería investigando de nuevo el caso ellos mismos. Pitt probablemente empezaría por los testigos y los sospechosos iniciales. Drummond podía comenzar por arriba, por el oficial de policía a cargo de los hombres que habían llevado a cabo las pesquisas: un subcomisario y superior suyo. Por consiguiente, envió una breve nota para solicitar una entrevista.
Le fue concedida, y Drummond se encontró en el ornado y profusamente amueblado despacho del subcomisario Aubrey Winton a las diez en punto de la mañana siguiente.
Winton era un hombre de estatura media, crespo cabello rubio con ligeras entradas en las sienes y una expresión de calma, de confianza satisfecha.
—Buenos días, Drummond —saludó cortésmente—. Adelante, adelante. —Le dio un breve apretón de manos y a continuación volvió a su asiento tras el escritorio. Se reclinó y se situó de cara a Drummond indicándole otra silla—. Por favor, siéntese. ¿Un cigarro? —Señaló con la mano una caja de plata ricamente labrada que había encima del escritorio—. ¿En qué puedo ayudarle?
Drummond no se anduvo con rodeos, no había tiempo. Eran colegas, no amigos.
—El caso Blaine/Godman —respondió—. Al parecer podría ser la causa de otro crimen en mi zona.
Winton frunció el entrecejo:
—Eso es muy poco probable. Ya se solucionó… hace cinco años. —Su voz denotaba profunda incredulidad. No iba a aceptar algo tan desagradable sin pruebas irrefutables. El ambiente se tornó más frío.
—El juez Stafford —explicó Drummond lamentando tener que hacerlo— fue asesinado en el teatro hace tres noches. Había dicho que pensaba volver a abrir el caso. —Miró a Winton á los ojos y vio que su semblante se endurecía.
—Entonces solo puedo suponer que halló algo incorrecto en la conducción del juicio —afirmó Winton con cautela—. Las pruebas eran concluyentes.
—¿Lo eran? —preguntó Drummond con interés, como si la cuestión aún siguiera pendiente—. No conozco bien el caso. Tal vez podría ponerme al corriente.
Winton cambió de postura, mas su rostro permaneció inmóvil, la mirada fija en la cara de Drummond.
—Si insiste… pero no veo que tenga sentido. El caso está cerrado, Drummond. No hay nada más que añadir. Stafford debía de ir tras algo del juicio.
—¿Por ejemplo? —Drummond arqueó las cejas en un gesto inquisitivo.
—No tengo ni idea. Yo no soy abogado.
—Tampoco yo. —Drummond reprimió a duras penas sus deseos de mostrarse abiertamente crítico—. Pero Stafford lo era… y estuvo presente en la apelación. ¿Qué podría haber surgido ahora a lo que no tuviera acceso entonces? Él y los otros jueces del tribunal de apelación hubieron de estudiar todo el juicio en su momento.
El rostro de Winton se inflamó de ira. Cerró los puños sobre el escritorio.
—¿Qué quiere, Drummond? ¿Está insinuando que no investigamos el caso a fondo? Le aconsejo que se abstenga de hacer observaciones tan ofensivas y desinformadas sobre un caso del que sabe muy poco.
La prontitud y la beligerancia de su respuesta delataron una sensibilidad que tomó a Drummond por sorpresa. Esperaba una justificación, pero no semejante defensa. A todas luces Winton seguía experimentando cierta culpabilidad, o al menos se sentía acusado.
Drummond tuvo que hacer un esfuerzo para no perder los estribos.
—He de investigar el asesinato de un juez —dijo con severidad y cautela—. Si estuviera usted en mi lugar y oyera que la víctima se planteaba volver a abrir un viejo caso y que se entrevistó de nuevo con los principales testigos el mismo día en que lo asesinaron, y que estos fueron algunas de las pocas personas que tuvieron la oportunidad de matarlo, ¿no analizaría usted las pruebas del caso?
Winton respiró hondo y su rostro se relajó un tanto, como si hubiese caído en la cuenta de que su reacción había sido desmesurada, revelando su propia vulnerabilidad.
—Sí… sí, supongo que lo haría, por muy inútil que resultara. Bien, ¿qué puedo decirle? —Se sonrojó levemente—.La investigación fue muy concienzuda. Debía serlo. Fue un crimen espantoso, todo el país estaba pendiente de nosotros, empezando por el ministro del Interior.
Drummond no efectuó las observaciones de rigor a que invitaba el comentario. El hecho en sí de que Winton se hubiera defendido con tal fiereza indicaba que albergaba dudas al respecto.
Winton cambió de postura de nuevo.
—El oficial a cargo era Charles Lambert, un hombre excelente, el mejor —explicó—. Naturalmente la gente puso el grito en el cielo. El caso aparecía en primera página de los periódicos cada día y el ministro del Interior nos llamaba con regularidad, presionándonos para que diéramos con el asesino en el plazo de una semana a lo sumo. No sé si alguna vez se ha ocupado usted de un caso así. —Sus ojos escudriñaron el rostro de Drummond en busca de comprensión—. ¿Ha experimentado en carne propia la presión, el clamor popular, la ira, el miedo de la gente, su ansia por demostrar su valor? El ministro del Interior incluso vino aquí, a la comisaría, todo levita, pantalones de rayas y polainas blancas.
El recuerdo le endureció la expresión, y Drummond imaginó la escena: el ministro del Interior colérico, nervioso, recorriendo la estancia de arriba abajo y dando órdenes imposibles, sin pensar en cómo serían obedecidas, sino solo en la presión de la Cámara de los Comunes y del pueblo. Si no se resolvía el asesinato y se juzgaba y ahorcaba al responsable con prontitud, su propia reputación política peligraría. Otros ministros del Interior habían caído antes y nadie estaba seguro de si el clamor popular era el suficiente. El miedo haría que el primer ministro lo sacrificara, lo arrojara a los lobos.
—Pusimos a trabajar en el caso a todos los hombres que pudimos —prosiguió Winton con tono severo a causa del recuerdo—. ¡Y a los mejores! —Emitió un gruñido—. Pero al final no resultó ser especialmente difícil. No se trataba de un lunático cualquiera; el móvil era lo bastante claro y el tipo no fue muy inteligente. Incluso lo vieron salir de Farrier’s Lane en su momento, con sangre en las ropas.
—¿Lo vieron salir de Farrier’s Lane? —lo interrumpió Drummond, incrédulo. De ser eso cierto, ¿cómo podía dudar Tamar Macaulay de su culpabilidad? ¿Podía siquiera el amor familiar ser tan ciego?—. ¿Quién lo vio?
—Un grupo de hombres que merodeaban por allí —respondió Winton.
Drummond percibió cierta inflexión en su voz, cierta falta de fuerza que lo hacía parecer dubitativo.
—¿Vieron a Godman… o vieron a alguien? —preguntó.
Por un instante Winton pareció menos seguro.
—No lo identificaron con total seguridad —contestó—, pero la florista sí lo hizo. Se hallaba unas calles más allá, pero no albergaba duda alguna. Allí no había sombras, y él incluso se detuvo y habló con ella justo después de que el reloj diera la hora, bromeó, según afirmó la mujer. De modo que no solo le vio la cara y oyó su voz, sino que además sabía la hora.
—¿Salía de Farrier’s Lane o se dirigía allí? —inquirió Drummond.
—Salía.
—Así pues, fue después del asesinato. ¿Y él se paró a hablar con una florista? ¡Extraordinario! ¿No vio ella la sangre? Si la vieron los, merodeadores, debió de haberle resultado muy evidente a ella.
Winton vaciló mientras la ira asomaba a sus expresivos ojos.
—Bueno… no, no la vio, pero eso es fácil de explicar. Guando salió de Farrier’s Lane el hombre llevaba un gabán. Cuando llegó a donde estaba la florista ya se había deshecho de él. ¡Es natural! No podía permitir que lo vieran con un abrigo lleno de sangre. Y con un asesinato como aquel, debía de haber mucha.
—¿Por qué no lo dejó en Farrier’s Lane, en lugar de salir con él puesto y arriesgarse a que lo vieran? —Drummond planteó la pregunta obvia.
—¡Sabe Dios! —exclamó Winton con vehemencia—. Quizá cayera en la cuenta cuando lo vieron los maleantes. Tal vez ni siquiera se percatara hasta entonces. Por el amor de Dios, era un tipo poseído de una ira insana, lo bastante demente para asesinar a otro hombre y crucificarlo. No espere de él un pensamiento lógico.
—Sin embargo, se comportó como una persona perfectamente normal unas calles más allá, bromeando con una florista. ¿Encontraron el abrigo? No había muchos sitios donde mirar.
—No, no lo encontramos —espetó Winton—-. Pero no es extraño, ¿no? Un buen abrigo no dura mucho en una fría noche en las calles de Londres, con o sin sangre. No esperaría encontrarlo días después del suceso, supongo.
—¿Adonde se dirigió después de que lo viera la florista?
—A casa. Dimos con el cochero que lo llevó. Lo recogió en Soho Square y lo dejó en Pimlico. Eso no cambia nada. Para entonces ya se había cometido el asesinato.
Poco más podía añadir Drummond. Comprendía a Winton, a decir verdad a todos los hombres que trabajaron en el caso. La presión debió de ser constante e intensa mientras los periódicos publicaban titulares de horror y atrocidad, los ciudadanos de a pie criticaban, reclamaban que la policía hiciera el trabajo por el que se le pagaba de mala gana y con el dinero de los impuestos. Y ciertamente lo peor, lo más poderoso e incómodo, provendría de sus propios superiores, dando órdenes, exigiendo que se hallaran soluciones y se demostraran en cuestión de días de horas incluso.
Y luego estaba la otra presión, la que se mascaba entre ellos en tácito entendimiento, sin necesidad de palabras, menos aún de explicaciones. Drummond era miembro del Círculo Interior, una hermandad secreta dedicada a obras de caridad —discretos regalos para ayudar a organizaciones benéficas—, y a la promoción de la carrera de determinados miembros de forma que pudieran obtener influencia… y poder. La militancia era clandestina. Un hombre podía conocer a algunos otros por el nombre o por la contraseña, pero no a todos. La lealtad al Círculo era primordial, anulaba todos los demás afectos y lealtades, todos los demás llamamientos al honor.
Drummond ignoraba si Aubrey Winton pertenecía al Círculo Interior, pero lo creía muy probable. Y esa presión sería la mayor de todas, ya que estaría oculta y no habría súplicas ni ayuda.
Su compasión por Winton aumentó. La suya no era una posición envidiable, ni entonces ni ahora, salvo por la circunstancia de que parecía que había hecho todo cuanto estaba en su mano y su comportamiento había sido intachable.
—No sé detrás de qué andaba Stafford —dijo—. Aun cuando se hubiera producido alguna irregularidad en el juicio o en la apelación, la culpabilidad de Aaron Godman parece fuera de toda duda. Carece de sentido sacar a relucir de nuevo el asunto. Empiezo a pensar que la respuesta está en otra parte.
Winton sonrió por vez primera.
—No es una idea atractiva —observó—. Entiendo por qué intenta buscar otra respuesta, pero me temo que no esté en el caso Blaine/Godman. Lo siento.
—Ciertamente —repuso Drummond—. Gracias por su tiempo. —Se puso en pie—. Referiré a mi hombre todo cuanto me ha dicho.
—No hay de qué. Un asunto muy delicado —dijo Winton atenuando su gravedad—. A veces nuestra posición no es fácil.
Drummond sonrió con amargura y le deseó un buen día.
Era una tarde agradable, el fuerte viento arrastraba las nubes y permitía que los brillantes rayos del sol otoñal iluminaran las calles. Los árboles de las aceras, las plazas y los parques se despojaban de sus últimas hojas. Comenzaba a notarse el frío, lo que recordó a Drummond el humo de la madera, las bayas maduras en los arbustos, los jardineros removiendo la tierra mojada y alzando y rompiendo los macizos de flores perennes listas para ser replantadas en primavera. En el pasado, cuando su esposa aún vivía y sus hijas eran pequeñas, antes de que vendiera la casa y se mudara a un piso en Piccadilly, los crisantemos habían florecido en los arriates, grandes flores velludas, de cabeza leonada, que olían a marga y a lluvia.
Ansiaba compartir esos pensamientos. Como venía sucediéndole últimamente, su mente evocó a Eleanor Byam. La veía muy poco desde el escándalo. Había deseado visitarla muchas veces, pero entonces recordaba cómo él y Pitt… No; no era cierto, habían sido Pitt y Charlotte quienes lo habían hecho, habían sido su investigación, persistencia e inteligencia las que habían revelado la verdad, y esa verdad había arruinado a Eleanor, la había convertido en una viuda y una proscrita cuando antes su esposo era honrado, y ella, objeto de respeto y aprecio.
Eleanor había vendido su gran casa de Belgravia y se había retirado a unas pequeñas habitaciones en Marylebone, sus ingresos se habían desvanecido y su nombre únicamente se cuchicheaba en sociedad con sobrecogimiento y compasión. Se acabaron las invitaciones, escasas eran las llamadas. Drummond no era responsable. Nada había tenido que ver con el crimen o la tragedia acaecida a Sholto Byam, y sin embargo tenía la sensación de que su sola visión traería a Eleanor dolorosos pensamientos y comparaciones.
Aun así se sorprendió caminando hacia Milton Street y apretando el paso de modo inconsciente.
Era ya tarde y los faroleros alzaban sus largas varas para encender el gas y dar vida a la repentina sensación de calidez a lo largo de la calle en penumbra cuando llegó a las habitaciones de Eleanor. Si se paraba a pensar ahora, el valor lo abandonaría. Caminó directamente hacia la puerta e hizo sonar la campanilla. Era una casa de lo más normal, las cortinas corridas en pro de una adusta respetabilidad, un cuidado jardincillo iluminado por unas cuantas margaritas tardías y hojas doradas.
Una sirvienta de mediana edad y rostro suspicaz abrió la puerta.
—¿Sí, señor? —Lo de «señor» se le había ocurrido al ver su abrigo y la empuñadura de plata de su bastón.
—Buenas noches —saludó él descubriéndose ligeramente—. Me gustaría ver a la señora Byam, si está en casa. —Rebuscó en el bolsillo y sacó una tarjeta—. Me llamo Drummond, Micah Drummond.
—¿Espera su visita, señor Drummond?
—No, pero —añadió adornando un tanto la verdad— somos viejos amigos y pasaba por el barrio. ¿Sería tan amable de preguntarle si puede recibirme?
—Le daré su mensaje —afirmó la criada con cierta sequedad—, pero no puedo hacer más. Trabajo para la señora Stokes, la propietaria de esta casa, no para las damas de las habitaciones. —Y sin aguardar comentario alguno, dejó al visitante en la escalera y fue a transmitir el recado.
Drummond miró alrededor con una sensación de opresión por el cambio de las antiguas circunstancias. Hacía muy poco Eleanor había sido la señora de una elegante y espaciosa mansión en la mejor zona de Londres, con todo un séquito de sirvientes. Ahora disponía de unas pocas habitaciones en la casa de otra, y su puerta la abría la sirvienta de otra, la cual no parecía deberle lealtad alguna ni mucha cortesía. Él desconocía si tenía personal permanente a su servicio. En su anterior visita, poco después de que ella se mudara, solo había visto a una doncella.
La sirvienta regresó, con la desaprobación escrita en el rostro.
—La señora Byam lo recibirá, señor, si tiene la bondad de seguirme.
Y sin esperar a ver si él la seguía, dio media vuelta y enfiló el pasillo hacia la parte trasera de la casa. Llamó con firmeza a una puerta de cristal.
La abrió la propia Eleanor. Tenía un aspecto muy distinto del de sus días en Belgravia. Llevaba el mismo peinado, el cabello recogido hacia atrás desde la frente, de un negro azabache con salpicaduras plateadas ahora mayores en las sienes, más bien una veta. Su rostro seguía siendo el mismo, la tez aceitunada y los grandes ojos grises. Pero había huellas de cansancio, la certidumbre y la serenidad se habían desvanecido haciéndola vulnerable. No lucía ninguna joya y su vestido azul marino era muy sencillo. De buen corte, pero desprovisto de encaje o bordados. A Drummond se le antojó más joven que antes y, pese a todo lo que había entre ellos, más inmediata, cálida y real.
—Buenas noches, Micah —saludó abriendo la puerta de par en par—. Es muy atento de tu parte. Pasa, por favor. Tienes buen aspecto. —Se volvió hacia la sirvienta, que se hallaba en medio del pasillo, muerta de curiosidad—. Gracias, Myrtle, eso es todo.
Myrtle se retiró con un gesto de desdén.
Eleanor sonrió cuando Drummond hubo entrado.
—No es la criatura más encantadora del mundo —comentó con tono burlón mientras tomaba su sombrero y su bastón para dejarlos en el perchero—. Ven a la sala de estar, te lo ruego. —Tomó la delantera y le ofreció asiento en la pequeña estancia, modestamente amueblada.
Drummond nunca había pasado de allí y suponía que más allá probablemente no habría más que un dormitorio, la habitación de la doncella, una cocina y, tal vez, un baño o un vestidor.
Ella no le preguntó por qué había ido a visitarla, pero Drummond tenía que ofrecerle alguna explicación. Uno no se presenta sin más en la puerta de alguien. Y apenas si podía decirle la verdad: que deseaba, por encima de todo, verla de nuevo, estar a su lado.
—Yo… —Estuvo a punto de decir «pasaba por aquí». Era absurdo, un insulto que ella no merecía. Sería estúpido fingir que la visita era casual. Ambos lo sabían. Debía haber pensado qué decir antes de llegar pero, si se hubiera parado a sopesarlo, no se habría atrevido a llamar. Lo intentó de nuevo—. He tenido un día largo y difícil. —Sonrió y vio que el color afluía a las mejillas de Eleanor—. Quería hacer algo del todo placentero. Pensé en crisantemos bajo la lluvia, en el olor de la tierra mojada, en hojas y humo de madera azulado, y no se me ocurrió nadie más con quien compartirlo.
Ella apartó la mirada y parpadeó varias veces. Él tardó un instante en darse cuenta de que había lágrimas en sus ojos. No sabía si disculparse o ser discreto y fingir que no se había percatado. Pero si lo hacía, ¿lo encontraría ella de una frialdad insoportable? Y si hacía alguna observación, ¿no sería una intromisión ofensiva? La indecisión lo atormentaba, le ardía el rostro.
—No podías haber dicho nada más amable. —La voz de Eleanor era suave y un tanto ronca. Tragó saliva, luego otra vez—. Lamento que hayas tenido un día difícil. ¿Algún caso complicado? Supongo que será confidencial.
—No… en realidad no, pero es de lo más desagradable.
—Lo siento. Supongo que la mayoría lo es.
Drummond quería preguntar por ella, cómo se sentía, a qué dedicaba sus días, si estaba bien, si había algo que él pudiera hacer por ella, pero no cabía duda de que sería una intromisión y, peor aún, podría parecer que lo hacía impulsado por la lástima, como si su visita respondiera a un sentido de la obligación y la compasión, y ella lo odiaría.
Eleanor estaba sentada de cara a él, esperando, el interés reflejado en el semblante. Entre ellos, el débil fuego ardía con el carbón justo para mantenerlo vivo.
Drummond se sorprendió hablando de sí mismo, y no era eso lo que quería, aparte de la mala educación que denotaba. Le preocupaba ella, no él, pero tenía que llenar el silencio y temía parecer condescendiente. Quería hablar de música o de paseos bajo la lluvia, del olor de las hojas mojadas, de la luz vespertina en el cielo, pero entonces Eleanor lo encontraría demasiado apremiante… demasiado directo, siendo ella tan vulnerable.
De modo que le contó lo del juez Stafford y lo que Aubrey Winton le había explicado del caso Blaine/ Godman.
Fuera reinaba el silencio, la lluvia caía en la oscuridad. El reloj del recibidor había dado las ocho cuando, de pronto, Drummond cayó en la cuenta del tiempo que llevaba allí y de que ya era hora de irse. Dado que se trataba de una visita social, se había excedido. Ahora resultaba difícil volver a la cortesía y excusarse. El mundo exterior se entrometía de nuevo.
Se puso en pie.
—La he retenido demasiado tiempo; por un momento he olvidado mis modales y me he limitado a disfrutar. Le ruego que me disculpe.
Ella también se levantó, con elegancia, mas la cruda realidad volvió a ensombrecer su rostro.
—No hay nada que disculpar —repuso. Era lo indicado, si bien él tuvo la sensación de que lo decía en serio. Pese a todos los afectados formalismos, entre ellos existía un buen entendimiento. Estuvo a punto de preguntarle si podía volver a verla, pero cambió de opinión. Si se negaba, y bien podría sentir la necesidad de hacerlo, él mismo se habría cerrado la puerta. Era mejor volver sin más.
—Gracias por recibirme —dijo con una sonrisa—. Buenas noches.
—Buenas noches, Micah.
Vaciló un solo instante, luego tomó su sombrero y su bastón, y salió al pasillo principal y de vuelta a la calle mojada, a la luz de las farolas, que confortaban e iluminaban su soledad, si bien la agudizaban.